Su viejo amor por los perros.
"Y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien porque tanto apuro, por esa carrera en la noche entre tantos desconocidos donde nadie sabia nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia delante exclusivamente hacia delante"
Sus ojos cubiertos por las lagrimas apenas distinguieron las últimas líneas del relato, regreso a las primeras paginas del cuento, que le había fascinado y sacudido su ser. Sentía ya nostalgia por lo descifrado, por lo experimentado y sentido en el transcurso de la hojas. Se repitió a si mismo: es un relato magnífico. Sin saber; sus ojos se inundaron otra vez al acordarse de los perros de su infancia, de sus juegos con ellos, por la calle, en el piso, debajo de una mesa.
Pensó en "Blanca", su perra consentida, en su madre y en el desfile de perros que ambos cobijaron a lo largo de su niñez. Perros callejeros, hambrientos, lastimeros, flacos, llenos de pulgas, de ojos tristes. Anímales todos protegidos por su madre comprensiva, que compartía su ternura de niño.
Entre los dos los bañaban. Los perros después de sacudirse quedaba igual de flacos, con una diferencia, movían la cola de contentos, dando cabriolas, salían disparados en todas las direcciones; regresando a la misma velocidad sacando la lengua, lamiéndole las manos, la cara. Con los días la fisonomía de sus perros cambiaba, engrosaban, adquirían alegría sus ojos.
"Blanca" su perra lo acompañaba todas las mañanas al colegio, en el trayecto jugaban en la calle, el animal detenía su marcha; jugando, mordisqueando la valenciana de su pantalón, a continuación, saltando se trepaba a su mochila. Entre risas, feliz, ya en la puerta del colegio, acariciaba a "Blanca" y se despedía de ella. Atrás dejaba su felicidad y su libertad, entraba al mundo dictatorial; de los premios y los castigos, de las primeras bancas, de las ultimas, de las manos extendidas, del dolor, del ardor de la vara fustigando sus palmas, ante la mirada cruel del maestro. Cuando sonaba la chicharra, señal del fin de las tareas encolares; corría dichoso, con apremio a la puerta de salida, a la calle y "Blanca" su fiel perra, estaba ahí, ladrando, esperandolo, moviendo infatigablemente su cola.
Durante la hora de la comida, levantando el mantel discretamente, deslizaba por debajo de la mesa los alimentos de su plato y un hocico cómplice e invisible se lo comía todo. Sonría secretamente, cuidando que su madre no lo sorprendiera, después al finalizar y con la aprobación y un mimo de su madre, se refugiaba con el animal debajo de otra mesa del pequeño restaurante, propiedad de su madre. Su perra lo recibía agitando su cola y lamiéndole la cara.
También recordó la tarde de un domingo que fue a la nevería de la esquina con otros niños a mirar la televisión, después de un tiempo entraron unos amigos asustados, a comunicarle: ¡Atropellaron a tu perra¡, al tiempo que corrio a su casa, no quiso creerlo. Pregunto a su madre por lo sucedido, ella lo tranquilizo: no te preocupes, hace tiempo que esta ahí en el piso echada, ¿la ves?. Recobro el aliento y un poco la tranquilidad, se acerco al animal, este se quejaba casi en silencio, la acaricio, ella volteo a verlo con una mirada triste, tierna, devolvió su cuello al piso y herida de muerte, no se movió más. Supo que "Blanca" había esperado su presencia para morir.
Aparto sus ojos de relato que intentaba releer y dejo el libro entre sus piernas, pensó una vez mas en su inseparable "Blanca" y por la razón, de haber perdido su amor por los perros. Se arrellano en el sillón y su pensamiento evoco otra visión; la de otra pérdida.
Su hermano mayor Juan hincadole inquiría y junto a los dos, su madre, intentado conciliar "Juan el chiquillo no te ha tomado ningún billete" ¡Se que lo tiene, porque no para de reír, le he buscado en los bolsillos, en los zapatos y en los calcetines, y se ríe mientras lo registro!, ¡Entre mas le registro mas se ríe!. La madre bromista replico: ¿Le harás cosquillas? , ¡Siempre lo solapas! contesto Juan y se marcho.
Su madre se acerco a él y le expresó: Juan es mayor y no le gustan esos juegos, tu eres un piñuelo de siete años ¡Dime donde esta el billete! ¿Prometes no decir mi escondite? Espero un si de su madre y metió sus manos por el cuello a través del suéter, busco en la única bolsa de su camisa. Le dio el billete a su madre acompañado de una sonrisa. ¡Pero si tu hermano te ha buscado en toda la ropa! , ¡Se ha olvidado de la bolsa de la camisa! Su madre se alegró, fue entonces que su risa se torno una carcajada infantil.
Aparto el libro, llevo las manos a sus ojos y se quito las lagrimas, aunque los recuerdos volvieron a irrumpir: el niño sollozaba en una tumba recién abierta, el frió y el viento de la tarde cortaban su cara y el aire elevaba tolvaneras. Cuatro hombres en peso, bajaban el ataúd con cuerdas, en el que yacía su hermano. Miro como la tierra cubría el féretro. Como la tierra por siempre lo separaba de su hermano. Se lleno de promesas de venganza, de fantasías crueles, para cuando fuera grande.
Las lagrimas humedecieron las hojas del libro y su cubierta, mientras otros recuerdos se descolgaron de la memoria. Rememoro los cambios sufridos en el carácter de su madre y la sobre protección que cayo sobre él, desde el deceso de su hermano; las promesas de su madre mil veces rotas, los permisos para salir con los amigos, cancelados a ultima hora. Negados con chantajes, con gritos, con letanías, con jerigonzas que duraban; hasta que el cansancio lo dormía. Revivió la confianza perdida en ella. Los secretos pasaron desde entonces a ser, eso secretos, sólo de él, jamas los compartió con ella, y eso siempre fue un dolor.
Resurgieron los rostros de los amigos que trajeron a Juan a casa; el de su madre, que acostó a duras penas a Juan, un mozalbete, alto, moreno, de 20 años. Evoco como jamás volvió hablar con su hermano, que permaneció inconsciente, con estertores agónicos hasta su muerte, la promesa de venganza que todavía no cumplía, pensó en su hermano tumbado en la cama, con el cuerpo llagado, en su lecho de muerte. Desenterró del olvido el titular del único periódico pueblerino: ¡Beatriz la asesina: Se sigue proceso judicial! Un nombre que jamás olvido. El poder, la corrupción cambio el apreciar de un juez, después la libertad de la homicida.
Fue siempre un estigma en su espíritu la muerte de su hermano, que alimento el ensueño del desquite. Beatriz manipulo diariamente a Juan; por el fin aciago de no perderlo, por conservarlo, a su lado, lo embruteció, en su desgraciada ignorancia lo entonteció; hasta terminar los rastros de su carácter, en su maldad termino enfrentando a su hermano con su madre.
La madre de Juan se entrevisto varia veces con Beatriz, le rogó que lo dejara, que no le hiciera daño, sino lo amaba y ella insolente respondio: ¡Que al títere de su hijo, se lo mandaría a casa el día que ella quisiera! y lo cumplió. Cuando el hastió llego; a causa de otro amante, un pistolero del gobernador, le dio una dosis mortal de la pócima, que a diario, en dosis progresivas le administraba.
Revivió cada una de las llagas del cuerpo de Juan y sintió odio; el mismo que destrozo a su madre, por tanto a su mundo de amor por las calles, por sus perros que tanto amaba, que termino con su libertad. Un niverso de amor que desapareció, por una infeliz.
Beatriz permanecía secuestrada: en un cuarto, sin poder salir del mismo, con alimentos sobre la mesa. Con pucheros que todos los días le eran ofrecidos, por la mañana y por la tarde. Beatriz desmejorada y angustiada los veía sobre la mesa. Su olor excitaba su jugos gástricos y la sensación de mordedura punzante en su estómago. A pesar de su hambre atroz, no se atrevía a comerlos y decidía sufrir otro día más de atroces retortijones, penando de inanición, antes que probar la aromática comida.
Asió el libro, se refugio, en su lectura. Finalizo una vez más el relato de Cortazar, que lo había introducido sin saber el porque, en el mundo de sus recuerdos. Volvió la cabeza con fastidio al oír el quejido, miro a la mujer enflaquecida, demacrada, quebrantada y sin fuerzas, atada por una cadena sujeta al tobillo. La vio temblorosa acercarse a la mesa; la vio recoger un plato, con sus manos sucias, devorar el alimento, atragantarse. Sabiendo que lo que consumía contenía toloache.
La vio engullir con hambre, hasta el hartazgo los provisiones del día. Después del festín, mirándola de frente reconoció y disfrutó el miedo y el odio que centelleaba en la mirada de Beatriz. Complacido volvió al libro, a perderse en su lectura, a dejar que dos minutos se convirtieran en quince minutos. Oyó los ladridos de los perros, que sueltos en el patio, impedían cualquier intento de fuga o la intromisión de cualquier extraño.
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Pensó en las llagas que pronto le saldrían en la piel, a todo el cuerpo de la anciana, en su agonía... sintió que volvía su viejo amor por lo perros.